En verano, siempre que miraba al cielo veía un vestido
negro, de una pieza. Las estrellas formaban una bailarina que vibraba entre
pasos ligeros y luces titilantes, tan sutil que parecía que no era ella quien
se movía, sino el escenario.
Yo me encontraba girando en un viejo carrusel oxidado, era de noche y quería quedarme fuera de casa. El calor pegajoso me estrujaba las carnes y yo parecía agitado por las estrellas. Solo permanecía porque algo me llamaba. El cielo me presionaba el pecho, y empezaba a comprender que la nostalgia, el desarraigo que nacía de mí, no fluía en la tierra, sino hacia aquel impasible cielo negro. Descubrí que mis manos no eran como las vuestras, alcanzaban a aprehender el recuerdo de mi tierra lejana. Sabía de dónde venía, pero no sabía a dónde tenía que volver. Pasé mis días, extranjero, vagando, intentando que mi mirada no desentonase, que mis gestos no me revelasen como el intruso que era, porque, sencillamente, no era de aquel planeta.
Sin embargo, no todo era soledad, alguien como yo también tenía conocidos, amigos incluso, con los que se dejan caer conversaciones ligeras y atolondradas. Sobre el tiempo, sobre los miedos y las pequeñas obsesiones que nos amarran a todos, incluso otras más profundas, de esas que suelen aparecer cuando se hace de noche. Fue en uno de esos momentos, pasada la medianoche en casa de uno de ellos, cuando compartí esa sensación de nostalgia que me perseguía desde el día del carrusel, aunque probablemente desde mucho antes. Me dijeron que ellos también se habían sentido ajenos a todo ese fluir de las cosas, que pertenecer era un verbo relegado a los grupos de las redes sociales, que me tomara unas vacaciones y me volvería a sentir como siempre. Esa respuesta, más allá de ser un no muy atinado intento de ayudar, me hizo apaciguar mi necesidad de buscar, el picor se difuminó entre los días y permaneció aletargado durante años. Por tanto simular ser uno más, lo acabé siendo.
Fue mucho tiempo después, en una estación de tren dónde tuve la suerte de encontrar otra expresión perdida por primera vez, unas gotas de quién yo era en el océano de otro. La reconocí entre todas esas otras caras de desorientación y entre todos los caóticos andenes y horarios del ferrocarril. Me pregunté: ¿Es esto el amor del que hablan, es esto una suerte de idioma universal entendido más allá de galaxias? ¿Pueden dos seres tan diferentes colmarse? Son preguntas que ella me ayudó a responder desde el momento en el que me armé de valor para dirigirle la palabra.
Esos días nos pudimos besar -cálidos-, amar -por primera vez-, y tomarnos nuestro tiempo para recorrer esas otras pequeñas galaxias mundanas de nuestra piel. Cuando la intimidad arraigó, surgieron las primeras preguntas con sentido, la lógica empezó a volver a nosotros lentamente. Fue entonces cuando decidí pedírselo. No fue fácil preguntarle si quería venir conmigo, a buscarme, pues no había destino. Me sentí vulnerable anticipando sus miedos, pero ella me demostró que solo eran un reflejo de los míos.
Me dijo que todos tenemos derecho a buscar nuestros orígenes, o incluso a ir más allá e intentar comprender quiénes somos, aún sin destino, pues el encontrarse quizá solo sea dar con los propios pies al andar. Sentí entonces toda la fuerza que me bastó para dejar atrás el que había sido mi hogar durante los últimos años.
Huí con ella después de una corta vida en la Tierra. Me demostré que llevaba razón aquel día del carrusel, que no era de piel verde ni de cabeza abombada, que mis ojos no eran óvalos azabaches, ni mi propósito atormentar a ciudadanos perdidos en la carretera, pero aún así, era verdad que yo era alienígena. ¿Cómo si no había salido del planeta en aquél frágil cuerpo?
El viaje fue lento, raro, incomprensible, yo no fui consciente durante todo el proceso. Cuando desperté, ella ya no estaba conmigo. No me dio tiempo a reaccionar, el vacío se coló por una de mis rendijas y desaparecí. Cada uno de mis pedazos se deshicieron junto con mi apariencia humana, solo quedó mi yo inmaterial, un suspiro en el espacio-tiempo del universo.
Aún sin cuerpo, el dolor no desapareció, lo que no me impidió seguir buscando. Al fin y al cabo, había vuelto a lo que creía mi casa, solo que, de entre los numerosos planetas que orbitaban todas las estrellas de aquella zona, no encontré nada que me semblase hogar ni reposo. Pasé demasiado tiempo buscando, con la paciencia y voluntad del alquimista que se acerca a su fórmula perfecta, solo que para mí, la fórmula solo derivó en desesperanza, porque allí no había ni rastro de aquello que guardaba en mis recuerdos.
No se atisbaba la calidez y el regocijo de un despertar árido pero lleno de vida. La naturaleza que había grabada en mi mente primitiva no concordaba con la estampa muerta de aquellos planetas. Los gases tóxicos de Níobe, la lluvia de metales de Iríade, o el mar de mercurio de Turión eran desconcertantes, pero no despertaban nada parecido en mí en comparación con las praderas esmeralda de mi niñez, o los desiertos de sílice espolvoreados con aquellas formas sinuosas azulinas similares a las raíces de los árboles. Solo inmensos paisajes muertos allá dónde iba, así que, con el tiempo, acepté que lo que fuera que buscaba ya no estaba allí. Por eso decidí volver a la Tierra, a intentar buscar de nuevo un hueco en aquél sinsentido.
Como en toda vuelta, uno guarda la esperanza de encontrarlo todo tal y como lo dejó, pero la ausencia que dejé se había rellenado con multitud de otras pequeñas cosas. Fue una vez más, en aquel carrusel, dónde comprendí que ella no me abandonó. Allí pude encontrarla mientras giraba, ajeno, pensando en lo bonito del baile de la bailarina de las estrellas, sin saber que yo no solo estaba abajo, sino también allí arriba, bailando con mi primer amor.
El relato se ha escrito para el reto #EstrellasDeTinta2023
Dejo por aquí el link a las normas del reto: https://plumakatty.blogspot.com/2022/12/reto-de-escritura-creativa.html?m=1